En la arquitectura institucional de la Iglesia Católica, el cardenalato ocupa un lugar singular, entre la tradición milenaria y la adaptación a las realidades contemporáneas. Esta dignidad, que no es ni un orden sacramental ni una simple función honorífica, constituye uno de los pilares del gobierno eclesiástico universal. El próximo cónclave de 2025, que verá notablemente la participación del cardenal Timothy Radcliffe, un dominico que no ha recibido la ordenación episcopal, ofrece la oportunidad de explorar la riqueza histórica, teológica y canónica de esta institución.
El cardenalato encarna la fecunda tensión entre permanencia y cambio que caracteriza a la Iglesia Católica: enraizado en la estructura del antiguo clero romano, ha evolucionado a lo largo de los siglos para convertirse en la expresión de la universalidad eclesiástica. Su misión primaria, elegir al sucesor de Pedro, se acompaña de una función consultiva al pontífice reinante, en una sutil dialéctica entre servicio local y dimensión universal.
Este artículo pretende examinar los fundamentos jurídicos del cardenalato, su organización tripartita tradicional, la compleja relación que mantiene con el episcopado, y los casos particulares que han jalonado su historia. Esta exploración nos conducirá naturalmente hacia el cónclave, ese momento excepcional cuando el colegio cardenalicio ejerce su prerrogativa más emblemática: dar un nuevo pastor a la Iglesia universal.
I. Fundamentos y Naturaleza del Cardenalato
El término "cardenal" encuentra su origen en el latín cardinalis, derivado de cardo (gozne, pivote), evocando la idea de un elemento esencial alrededor del cual se articula una estructura más amplia. Esta etimología ilustra perfectamente la posición axial que ocupan los cardenales en el edificio eclesiástico católico, en la interfaz entre el pastor universal y las Iglesias particulares.
Una Dignidad, No un Sacramento
Contrariamente a una concepción extendida, el cardenalato no constituye un cuarto grado del sacramento del Orden, junto al diaconado, el presbiterado y el episcopado. Se trata de una dignidad eclesiástica, una función de gobierno y servicio que se institucionalizó progresivamente durante el primer milenio cristiano. Esta distinción fundamental explica por qué, históricamente, hombres de diversos estatus eclesiásticos han podido acceder a esta función.
La historia del cardenalato se enraíza en la estructura particular del clero romano de los primeros siglos. Alrededor del Obispo de Roma gravitaba un presbiterio compuesto por sacerdotes titulares de iglesias urbanas (los tituli), obispos de las diócesis circundantes (las sedes suburbicarias) y diáconos encargados de las obras caritativas. Esta organización local se convirtió, mediante un proceso de universalización progresiva, en el modelo del actual Sacro Colegio.
La misión de los cardenales se cristalizó en torno a dos funciones esenciales: la elección del Sumo Pontífice, formalizada en el siglo XI por Nicolás II (1059), y el consejo al papa reinante. Estas dos dimensiones, electiva y consultiva, fundamentan la identidad cardenalicia hasta hoy.
La Evolución de las Condiciones de Acceso
El derecho canónico contemporáneo, heredero de una larga maduración histórica, define precisamente las condiciones requeridas para acceder al cardenalato. El Código de Derecho Canónico de 1983, en su canon 351 §1, estipula:
"Para la promoción al Cardenalato, el Pontífice Romano elige libremente a hombres que estén constituidos al menos en el orden del presbiterado, y que se distingan por su doctrina, costumbres, piedad y prudencia en la gestión de asuntos."
Esta formulación sintetiza varias evoluciones significativas. Primero, la exigencia mínima del presbiterado, introducida por el Código de 1917, marca una ruptura con una tradición que admitía el nombramiento de diáconos, e incluso de simples laicos. El último cardenal no sacerdote fue Teodolfo Mertel (1806-1899), jurista de los Estados Pontificios, creado cardenal diácono en 1858 cuando solo había recibido el diaconado.
Segundo, las cuatro cualidades mencionadas – doctrina, costumbres, piedad y prudencia – dibujan el perfil ideal del cardenal, a la vez intelectual, espiritual y pastoral. Esta definición cualitativa, intencionalmente amplia, permite reconocer formas diversas de excelencia eclesiástica.
Un punto de inflexión importante ocurrió en 1962, cuando Juan XXIII, mediante el Motu proprio Cum gravissima, estableció el principio según el cual todo nuevo cardenal debe recibir la ordenación episcopal. Esta medida, coherente con la eclesiología del Vaticano II que se abriría unos meses después, inscribió más fuertemente el cardenalato en la perspectiva de la colegialidad episcopal. Sin embargo, el mismo texto preveía la posibilidad de una dispensa pontificia, templando así el carácter absoluto de la regla.
Esta flexibilidad permite honrar a personalidades excepcionales – teólogos, confesores de la fe, religiosos eminentes – cuya vocación específica no se acomodaría necesariamente a la carga episcopal. Entre las dispensas recientes, citemos los casos del jesuita Roberto Tucci (2001), organizador de los viajes pontificios, del exégeta Albert Vanhoye (2006), del predicador capuchino Raniero Cantalamessa (2020), o del teólogo dominico Timothy Radcliffe (2023).
La ceremonia de creación de cardenales, el consistorio, reviste una dimensión a la vez jurídica y simbólica. La imposición de la birreta roja por el papa, la entrega del anillo cardenalicio y la atribución de un título o una diaconía romana constituyen los gestos rituales por los cuales un eclesiástico se integra formalmente en el Sacro Colegio. El color púrpura, evocador de la sangre, simboliza la disposición del cardenal a testimoniar a Cristo hasta el martirio si fuera necesario, recordando que esta dignidad es ante todo un servicio radical.
II. La Estructura Tripartita del Colegio Cardenalicio
La organización del Colegio de Cardenales en tres órdenes distintos – cardenales obispos, cardenales presbíteros y cardenales diáconos – constituye una de las características más notables y duraderas de esta institución. Esta tripartición, lejos de ser una simple curiosidad histórica, refleja la génesis misma del cardenalato y conserva, a pesar de su carácter hoy ampliamente honorífico, una significación eclesiológica profunda.
Génesis y Desarrollo Histórico
El origen de esta estructura tripartita se remonta a los primeros siglos de la Iglesia romana. Alrededor del Obispo de Roma se habían constituido progresivamente tres círculos de clérigos: los obispos de las diócesis circundantes (suburbicarias), los sacerdotes responsables de las principales iglesias urbanas (tituli), y los diáconos encargados de las obras de caridad desde sus diaconías. Estos tres grupos, inicialmente funcionales y territoriales, se institucionalizaron progresivamente para formar, a partir del siglo XI, el Colegio cardenalicio que conocemos.
La reforma electoral de Nicolás II, en 1059, consagró definitivamente esta organización tripartita al reservar a los solos cardenales el derecho de elegir al papa. A lo largo de los siglos, mientras la dimensión local romana se difuminaba en favor de una representación universal, la distinción entre los tres órdenes se ha mantenido como un elemento estructurante del colegio, a la vez simbólico y jurídico.
Los Cardenales Obispos: Primacía y Presidencia
Los cardenales obispos constituyen el orden superior dentro del Colegio. Tradicionalmente, son titulares de las siete sedes suburbicarias históricas: Ostia (reservada al decano del Colegio), Porto-Santa Rufina, Albano, Frascati, Palestrina, Sabina-Poggio Mirteto y Velletri-Segni. Estas sedes, que rodeaban geográficamente Roma, simbolizan el estrecho vínculo entre el sucesor de Pedro y sus primeros colaboradores episcopales.
Una reforma importante tuvo lugar bajo Pablo VI (1965) con el Motu proprio Ad purpuratorum Patrum. En adelante, solo seis cardenales pueden ostentar el título de una sede suburbicaria, independientemente de la función pastoral efectiva de estas diócesis, confiadas a otros obispos. Se trata de los seis cardenales más antiguos por orden de creación, recibiendo el decano automáticamente el título de Ostia además del que ya poseía.
El papa Francisco introdujo otra innovación significativa en 2018, al integrar en el orden de los cardenales obispos a ciertos patriarcas de las Iglesias orientales católicas, sin atribuirles una sede suburbicaria. Esta decisión reconoce su estatus particular en la comunión eclesial y subraya la dimensión universal del Colegio.
Los cardenales obispos gozan de una precedencia protocolaria y ejercen funciones específicas, especialmente durante los cónclaves y consistorios. El decano del Sacro Colegio, actualmente el cardenal Giovanni Battista Re, ocupa un papel particularmente eminente: preside el Colegio durante la vacancia de la Sede apostólica y, si su edad lo permite, plantea al elegido la cuestión ritual de aceptación del pontificado.
Los Cardenales Presbíteros: Universalidad y Pastoralidad
Los cardenales presbíteros representan numéricamente la mayoría del Sacro Colegio. Se trata esencialmente de obispos diocesanos de grandes metrópolis católicas a través del mundo: arzobispos de París, Nueva York, Kinshasa, São Paulo, Sydney, etc. Su presencia manifiesta la dimensión universal de la Iglesia y la participación de las Iglesias particulares en el gobierno central.
Cada cardenal presbítero recibe el título de una iglesia romana, llamada su titulus, perpetuando así simbólicamente la organización primitiva del clero de la Urbs. Este vínculo con una comunidad romana precisa recuerda que el cardenalato, convertido en una institución universal, encuentra su origen en la estructura local de la Iglesia de Roma. El cardenal establece generalmente una relación particular con su iglesia titular, celebrando ocasionalmente en ella y contribuyendo a veces a su mantenimiento o restauración.
Si, históricamente, los cardenales presbíteros ejercían funciones litúrgicas específicas durante las celebraciones papales, esta dimensión funcional se ha atenuado considerablemente desde la reforma litúrgica consecuente al concilio Vaticano II. La Constitución Sacrosanctum Concilium (1963) y la subsiguiente revisión de los libros litúrgicos han simplificado las ceremonias pontificales y difuminado las distinciones rituales entre los diferentes órdenes cardenalicios. Actualmente, su papel litúrgico se limita esencialmente a una cuestión de precedencia en las procesiones y la disposición en el coro.
Los Cardenales Diáconos: Servicio y Administración
La orden de los cardenales diáconos, tercera componente del Colegio, comprende principalmente a prelados de la Curia romana, teólogos, diplomáticos o administradores. Conforme a la etimología del diaconado (servicio), encarnan la dimensión ministerial y operativa del gobierno central de la Iglesia.
Cada cardenal diácono recibe el título de una diaconía romana, iglesia o basílica tradicionalmente asociada a las obras de caridad. El vínculo con estos lugares evoca la misión original de los siete diáconos de la Iglesia primitiva, encargados del servicio de las mesas y de la asistencia a los necesitados (Hechos 6, 1-6).
Una particularidad de este orden reside en la posibilidad, para un cardenal diácono que haya pasado diez años en esta condición, de pedir su elevación a la orden de los cardenales presbíteros (optatio). Su diaconía puede entonces ser elevada pro hac vice (por esta vez) al rango de título presbiteral. Esta movilidad potencial testimonia la flexibilidad institucional del Colegio.
El cardenal protodiácono, es decir, el más antiguo de los cardenales diáconos por fecha de creación, asume una función ceremonial particularmente visible: es él quien, desde el balcón central de la basílica de San Pedro, proclama el Habemus Papam y anuncia el nombre escogido por el nuevo elegido. Este momento mediático intenso constituye una de las raras ocasiones en que la organización interna del Colegio cardenalicio se manifiesta públicamente.
Significación Contemporánea de una Estructura Antigua
Si la distinción entre los tres órdenes cardenalicios conserva hoy una dimensión ampliamente protocolaria, sigue siendo portadora de una significación eclesiológica profunda. Recuerda primero que el cardenalato se enraíza en la estructura ministerial tripartita de la Iglesia (obispos, presbíteros, diáconos), al tiempo que la trasciende como servicio específico.
Esta organización refleja igualmente la diversidad de carismas y servicios necesarios al gobierno eclesial: la dimensión episcopal y colegial (cardenales obispos), el arraigo pastoral en las Iglesias particulares (cardenales presbíteros), y el servicio administrativo y teológico (cardenales diáconos). Es precisamente esta complementariedad la que permite al Colegio asistir eficazmente al papa en su misión universal.
Finalmente, la persistencia de esta estructura antigua, a través de las mutaciones históricas y las reformas sucesivas, ilustra el genio propio del catolicismo romano: integrar las innovaciones necesarias sin renegar de sus fundamentos históricos, asegurar la continuidad institucional permitiendo a la vez la adaptación a las nuevas realidades.
III. El Cardenalato y el Episcopado: Una Relación Compleja
La articulación entre cardenalato y episcopado constituye uno de los aspectos más delicados y reveladores de la eclesiología católica contemporánea. Si hoy casi todos los cardenales son obispos, esta convergencia es históricamente reciente y teológicamente compleja, revelando las tensiones fecundas entre tradición romana y universalidad eclesial.
Una Distinción Histórica Fundamental
Durante la mayor parte de la historia de la Iglesia, el cardenalato y el episcopado representaron dos dignidades distintas, a veces complementarias pero nunca necesariamente asociadas. Esta distinción reposaba sobre una diferencia de naturaleza y función: el episcopado, enraizado en la sucesión apostólica, confería la plenitud del sacramento del Orden y la responsabilidad pastoral de una Iglesia particular; el cardenalato, dignidad no sacramental, concernía principalmente a la asistencia al papa y la elección de su sucesor.
Esta separación conceptual explica por qué, durante siglos, numerosos cardenales no eran obispos – notablemente los cardenales diáconos y ciertos cardenales presbíteros – mientras que la inmensa mayoría de los obispos no eran cardenales. El equilibrio institucional reposaba precisamente sobre esta distinción, que permitía al papa rodearse de consejeros provenientes de diferentes estados de vida y portadores de carismas diversos.
La Reforma de Juan XXIII: Un Punto de Inflexión Eclesiológico
El 15 de abril de 1962, algunos meses antes de la apertura del concilio Vaticano II, el papa Juan XXIII publicó el Motu proprio Cum gravissima, que marca un punto de inflexión decisivo en la relación entre cardenalato y episcopado. Este texto establece el principio según el cual todo nuevo cardenal debe recibir la ordenación episcopal, si no la posee ya.
Esta decisión se inscribe en un movimiento teológico profundo, que encontraría su expresión doctrinal en la Constitución Lumen gentium del Vaticano II. La afirmación de la colegialidad episcopal como elemento estructurante de la Iglesia universal llamaba lógicamente a una revalorización del vínculo entre cardenalato y episcopado. Si los obispos, en comunión con el papa, gobiernan colegialmente la Iglesia universal, se volvía coherente que los principales consejeros y electores del pontífice participaran plenamente en esta colegialidad mediante la ordenación episcopal.
Sin embargo, la misma carta apostólica preveía la posibilidad de una dispensa pontificia de esta obligación, reconociendo así que circunstancias particulares podían justificar el mantenimiento de un cardenalato sin episcopado. Esta disposición prudente permitía preservar ciertas situaciones específicas, notablemente las de los religiosos cuya vocación propia podía parecer difícilmente compatible con la carga episcopal.
Los Fundamentos Canónicos Actuales
El Código de Derecho Canónico de 1983 confirma esta evolución manteniendo la posibilidad de excepciones. El canon 351 §1 dispone efectivamente que los cardenales no obispos "deben recibir la consagración episcopal", pero añade inmediatamente que "el pontífice romano puede dispensar de esta obligación". Esta formulación equilibrada testimonia una voluntad de integrar el cardenalato en la eclesiología de comunión desarrollada por el Vaticano II, preservando a la vez la flexibilidad necesaria para la diversidad de situaciones y carismas.
La práctica pontificia reciente ilustra esta tensión creadora. Si la gran mayoría de los cardenales creados por Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco han recibido la ordenación episcopal, cada pontífice ha acordado también dispensas significativas, reconociendo así la legitimidad de ciertas vocaciones cardenalicias no episcopales.
Perfiles y Motivaciones de las Dispensas Contemporáneas
El análisis de las dispensas acordadas desde 1962 revela varios perfiles típicos, reflejando diversos motivos pastorales y eclesiológicos.
Un primer grupo concierne a religiosos pertenecientes a órdenes tradicionalmente reticentes al episcopado, notablemente los jesuitas y los dominicos. La espiritualidad ignaciana, por ejemplo, pone particularmente el acento en la obediencia al papa y la indisponibilidad a los honores eclesiásticos. Figuras como los cardenales jesuitas Roberto Tucci (2001), Albert Vanhoye (2006) o Karl Josef Becker (2012) ilustran esta categoría, al igual que el dominico Timothy Radcliffe (2023). Para estos hombres, la dispensa permite conciliar su identidad religiosa profunda con el servicio cardenalicio pedido por el papa.
Un segundo motivo concierne a la edad avanzada. Algunos sacerdotes eminentes son creados cardenales a una edad en la que la ordenación episcopal ya no correspondería a una realidad pastoral efectiva. La dispensa evita entonces una medida que podría parecer puramente formal y desprovista de significación ministerial concreta.
Un tercer perfil, más raro pero significativo, concierne a los "confesores de la fe", esos sacerdotes que han sufrido persecución y sufrimientos por su fidelidad a la Iglesia. El caso emblemático es el del cardenal albanés Ernest Simoni, creado cardenal en 2016 después de haber pasado cerca de treinta años en las prisiones y los trabajos forzados del régimen comunista de Enver Hoxha. Para estos hombres, el cardenalato constituye un reconocimiento de su testimonio heroico, independientemente de su aptitud o disponibilidad para la carga episcopal.
Finalmente, algunas dispensas conciernen a teólogos o expertos cuya contribución intelectual a la Iglesia es juzgada excepcional. El cardenalato honra entonces una obra doctrinal o pastoral notable, sin implicar necesariamente la dimensión gubernamental asociada al episcopado.
El Caso Emblemático del Cardenal Radcliffe
La creación cardenalicia de Timothy Radcliffe, durante el consistorio de septiembre de 2023, ilustra particularmente bien la complejidad de esta cuestión. Antiguo Maestro General de la Orden de Predicadores (1992-2001), teólogo reconocido y comunicador carismático, Radcliffe encarna una tradición dominicana que, sin rechazar por principio el episcopado, valora más el magisterio intelectual y la predicación que la jurisdicción episcopal.
Su creación como cardenal no obispo, con dispensa explícita, manifiesta la voluntad del papa Francisco de integrar en el Colegio cardenalicio voces proféticas procedentes de tradiciones religiosas específicas. Este gesto se inscribe en una eclesiología que reconoce la pluralidad de carismas y la complementariedad de vocaciones al servicio de la Iglesia universal.
La participación prevista del cardenal Radcliffe en el cónclave de 2025 confirma que esta dispensa, lejos de ser una simple formalidad administrativa, posee un alcance eclesiológico profundo: un sacerdote, no obispo, participará plenamente en la elección del sucesor de Pedro, manifestando así que el cardenalato, aun estando hoy generalmente asociado al episcopado, conserva una identidad teológica propia e irreductible.
Perspectivas Teológicas y Pastorales
La articulación contemporánea entre cardenalato y episcopado refleja una tensión creadora en el corazón de la eclesiología católica. Por un lado, la norma de la ordenación episcopal para los cardenales expresa la dimensión colegial del gobierno eclesial y el arraigo sacramental de la autoridad en la Iglesia. Por otro, la posibilidad de dispensas reconoce la diversidad de carismas y la especificidad del servicio cardenalicio, que no se reduce a una extensión de la función episcopal.
Esta tensión no es una incoherencia sino una riqueza, permitiendo articular dimensiones complementarias: la universalidad y la romanidad, la colegialidad episcopal y la singularidad petrina, la estructura jerárquica y la diversidad carismática. El cardenal no obispo encarnaría así, paradójicamente, la trascendencia del servicio eclesial respecto a las categorías institucionales, recordando que el Espíritu sopla donde quiere y que la Iglesia, aun estando estructurada jerárquicamente, permanece ante todo como una comunión viva y diversa.
IV. Cardenales No Obispos y Cónclaves: Una Tradición Persistente
La participación de cardenales no obispos en los cónclaves, lejos de ser una anomalía histórica, se inscribe en una tradición milenaria que, a pesar de la evolución canónica reciente, continúa manifestando la naturaleza específica del cardenalato y su relación particular con el ministerio petrino.
Una Práctica Ancestral en Evolución
Durante la mayor parte de la historia de la Iglesia, la presencia de cardenales no obispos en los cónclaves constituía la norma más que la excepción. Hasta el siglo XX, numerosos cardenales diáconos y cardenales presbíteros no eran ordenados obispos, lo que no limitaba en nada su participación plena y entera en la elección pontificia. Esta situación reflejaba la concepción original del cardenalato como representación del clero romano en sus tres componentes tradicionales – obispos suburbicarios, presbíteros titulares y diáconos – todos legítimamente implicados en la elección del sucesor de Pedro.
La evolución hacia un cardenalato mayoritariamente episcopal se realizó progresivamente, primero como tendencia de hecho y luego como norma canónica a partir de 1962. Sin embargo, esta transformación nunca ha cuestionado el derecho fundamental de todo cardenal, obispo o no, a participar en el cónclave siempre que cumpla las otras condiciones canónicas (notablemente el límite de edad de 80 años introducido por Pablo VI en 1970).
Ejemplos Significativos a través de las Edades
La historia de los cónclaves está jalonada de figuras emblemáticas de cardenales no obispos que ejercieron una influencia determinante sobre la elección pontificia.
En la Edad Media y el Renacimiento, poderosos cardenales diáconos como Alessandro Farnese (1520-1589) o Scipione Borghese (1577-1633), sobrinos de papas y mecenas influyentes, participaban activamente en los cónclaves sin haber recibido la ordenación episcopal. Su autoridad procedía más de su posición curial, de sus redes políticas y de su proximidad con el poder pontificio que de una jurisdicción pastoral.
La época moderna conoció figuras como el cardenal Teodolfo Mertel (1806-1899), jurista de los Estados Pontificios y último cardenal no sacerdote de la historia moderna. Nombrado cardenal diácono por Pío IX en 1858 cuando solo era diácono, participó en el cónclave de 1878 que eligió a León XIII, sin recibir nunca la ordenación presbiteral ni episcopal.
Más recientemente, varios teólogos y religiosos eminentes han participado en los cónclaves en tanto que cardenales no obispos, gracias a la dispensa prevista por Cum gravissima. Citemos notablemente al cardenal jesuita Henri de Lubac, figura mayor de la teología del siglo XX, presente en el cónclave de 1978, o al cardenal Roberto Tucci, otro jesuita, que participó en el de 2005.
El Cardenal Radcliffe y el Cónclave de 2025
La creación cardenalicia del dominico Timothy Radcliffe en 2023, con dispensa explícita de la ordenación episcopal, se inscribe en esta continuidad histórica presentando a la vez características propias. Teólogo reconocido, antiguo Maestro General de su orden (1992-2001) y comunicador talentoso, Radcliffe encarna una tradición intelectual y espiritual dominicana que el papa Francisco ha querido honrar e integrar en el seno del Colegio electoral.
Su participación prevista en el cónclave de 2025 perpetúa así una tradición antigua, dándole a la vez una significación renovada en el contexto eclesiológico post-Vaticano II. Recuerda que el cardenalato, incluso estrechamente asociado hoy al episcopado, conserva una identidad propia e irreductible, ligada a su función específica de asistencia al papa y de elección de su sucesor.
Significación Teológica y Eclesiológica
La presencia de cardenales no obispos en los cónclaves reviste un alcance teológico profundo, que supera la simple cuestión disciplinaria o canónica.
Manifiesta primero la distinción esencial entre poder de orden y poder de jurisdicción en la Iglesia católica. Si la ordenación episcopal confiere la plenitud del sacramento del Orden, la participación en el gobierno central de la Iglesia y en la elección pontificia obedece a otra lógica, la de la comunión jerárquica y del servicio petrino.
Esta realidad recuerda igualmente la dimensión carismática y no solamente institucional de la Iglesia. Al permitir a hombres de perfiles diversos – teólogos, religiosos, pastores – participar en la elección del sucesor de Pedro, la Iglesia reconoce que el discernimiento espiritual que preside a esta elección crucial puede enriquecerse de sensibilidades y experiencias diversas, más allá del solo ministerio episcopal.
Finalmente, la presencia de estas figuras excepcionales subraya la libertad soberana del papa en la composición del Colegio cardenalicio. Al dispensar a ciertos cardenales de la ordenación episcopal, el pontífice ejerce una prerrogativa que manifiesta la dimensión personal y no solamente colegial de su ministerio, recordando que el sucesor de Pedro, aun estando rodeado del Colegio de los obispos, posee una autoridad propia y singular en la Iglesia.
La participación de cardenales no obispos en los cónclaves, lejos de ser una anomalía o una supervivencia anacrónica, constituye así un elemento significativo del equilibrio institucional y teológico de la Iglesia católica. Testimonia una tradición viva que, aun evolucionando a lo largo de los siglos, mantiene este principio fundamental: el cardenalato, aunque hoy generalmente asociado al episcopado, sigue siendo una dignidad específica, cuya misión primera – la elección del papa – trasciende las categorías institucionales ordinarias de la jerarquía eclesiástica.
V. Papas Elegidos Sin Ser Obispos: Una Posibilidad Teórica Enraizada en la Historia
Si el cardenalato puede, en ciertas circunstancias, ser disociado del episcopado, ¿qué ocurre con el pontificado supremo mismo? La historia y el derecho canónico nos revelan una realidad sorprendente: no solamente el papa puede ser elegido entre no obispos, sino que esta situación se produjo frecuentemente hasta una época relativamente reciente, ilustrando la flexibilidad institucional de la Iglesia y la distinción fundamental entre elección pontificia y ordenación episcopal.
El Marco Canónico: Una Apertura Teórica Mantenida
El derecho canónico actual mantiene una posibilidad que puede parecer paradójica a primera vista: el sucesor de Pedro, Obispo de Roma y jefe visible de la Iglesia, puede ser escogido entre hombres que no son todavía obispos. El canon 332 §1 del Código de 1983 estipula en efecto:
"El Romano Pontífice obtiene la potestad plena y suprema en la Iglesia mediante la elección legítima por él aceptada juntamente con la consagración episcopal. Por lo tanto, el elegido para el pontificado supremo que ya ostenta el carácter episcopal, obtiene esta potestad desde el momento mismo de su aceptación. Pero si el elegido carece del carácter episcopal, ha de ser ordenado Obispo inmediatamente."
Esta disposición establece claramente que la aceptación de la elección confiere ya al nuevo papa el poder supremo, incluso si la ordenación episcopal sigue siendo necesaria para el ejercicio pleno de su cargo. Esta distinción sutil entre poder de jurisdicción y poder de orden refleja una teología compleja de los ministerios, donde la autoridad suprema en la Iglesia procede conjuntamente de la elección legítima y de la consagración sacramental.
Teóricamente, todo hombre bautizado y célibe (al menos en la disciplina actual de la Iglesia latina) podría por tanto ser elegido papa. En la práctica, sin embargo, desde la institucionalización del Sacro Colegio como cuerpo electoral exclusivo, solo cardenales han sido elegidos, y más recientemente, únicamente cardenales ya obispos.
Una Práctica Histórica Frecuente
La historia pontificia abunda en ejemplos de papas elegidos cuando no eran todavía obispos, o incluso, en ciertos casos, todavía no sacerdotes. Esta realidad, que puede sorprender al observador contemporáneo, testimonia una concepción antigua donde la función petrina no estaba sistemáticamente asociada a la plenitud del orden sagrado.
Durante el primer milenio cristiano, varios papas fueron escogidos entre los laicos o los clérigos menores, notablemente San Fabián (236-250), elegido cuando era simple fiel, o San Agapito I (535-536), que no había recibido las órdenes mayores. Estas elecciones, a menudo motivadas por la reputación de santidad o las cualidades personales del candidato, se inscribían en un contexto donde las fronteras entre estados de vida eclesiásticos eran más fluidas que hoy.
La Edad Media conoció varios casos emblemáticos, de los cuales el más notable es sin duda el de Gregorio X (1271-1276). Thedaldo Visconti, arcediano de Lieja – por tanto diácono y no presbítero ni obispo – fue elegido al término del cónclave más largo de la historia (cerca de tres años). Recibió sucesivamente la ordenación presbiteral y luego episcopal antes de su coronación. Papa reformador, es precisamente él quien institucionalizó el sistema del cónclave para evitar la renovación de tales vacantes prolongadas.
El Renacimiento y la época moderna también conocieron elecciones de cardenales no obispos. León X (1513-1521), Giovanni de' Medici, fue ordenado sacerdote solamente la víspera de su elección pontificia, a la edad de 37 años. Más tarde, Gregorio XVI (1831-1846), monje camaldulense y prefecto de la Propaganda, tuvo que ser consagrado obispo después de su elección, siendo anteriormente solo sacerdote.
Las Motivaciones Históricas de estas Elecciones Atípicas
Varios factores explican la frecuencia histórica de estas elecciones de papas no obispos, e incluso no sacerdotes.
A nivel eclesial, la ausencia de una sistematización teológica vinculando necesariamente el ministerio pontificio al episcopado permitía considerar otras cualidades como determinantes: santidad personal, capacidad de gobierno, competencia diplomática o teológica, e incluso pertenencia a una familia influyente.
Consideraciones políticas entraban igualmente en juego, especialmente durante los períodos de fuerte interacción entre poder temporal y poder espiritual. La elección de un miembro de una poderosa familia italiana (Medici, Farnese) o de un candidato de compromiso entre facciones opuestas podía primar sobre su estatus clerical, pudiendo este ser "regularizado" después de la elección mediante las ordenaciones necesarias.
Finalmente, circunstancias excepcionales – como el cónclave interminable que condujo a la elección de Gregorio X – podían llevar a los cardenales a buscar una solución fuera de su círculo inmediato, privilegiando la resolución de una crisis sobre la conformidad a los usos habituales.
Perspectivas Contemporáneas: Una Posibilidad Teórica, Una Improbabilidad Práctica
Desde Juan XXIII (1958-1963), todos los papas elegidos eran ya obispos en el momento de su elección, generalmente desde hacía muchos años. Esta evolución refleja la valorización de la experiencia pastoral y episcopal como preparación al ministerio pontificio, así como la eclesiología del Vaticano II que sitúa claramente al papa en el seno del colegio episcopal, como su cabeza y su principio de unidad.
La probabilidad de una elección contemporánea de un papa no obispo aparece por tanto extremadamente baja, por varias razones convergentes:
Primero, la composición actual del colegio cardenalicio, donde la casi totalidad de los electores son obispos diocesanos o prelados de la Curia que han recibido la ordenación episcopal, hace estadísticamente improbable la elección de un candidato no obispo.
Segundo, la eclesiología post-conciliar valora fuertemente la experiencia pastoral y el ministerio episcopal como preparación al servicio petrino, concibiendo al papa ante todo como "obispo de Roma" y miembro eminente del colegio episcopal.
Finalmente, la mediatización considerable del ministerio pontificio contemporáneo favorece la búsqueda de candidatos que posean ya una estatura pública y una experiencia de liderazgo eclesial, características generalmente asociadas al episcopado.
No obstante, el mantenimiento de la posibilidad canónica de elegir un papa no obispo testimonia la prudencia eclesiológica de la Iglesia católica, que evita vincular demasiado estrechamente el ministerio petrino a condiciones previas que podrían limitar la libertad de los electores o la acción del Espíritu Santo. Esta apertura teórica, incluso si ya no se concretiza en la práctica moderna, recuerda que el sucesor de Pedro es ante todo escogido por su aptitud para confirmar a sus hermanos en la fe y servir a la unidad de la Iglesia, más allá de todo prerrequisito formal o institucional.
VI. El Cónclave: Un Ritual Milenario entre Tradición y Adaptación
El cónclave, procedimiento de elección del Sumo Pontífice, constituye una de las instituciones más antiguas y más estables del mundo occidental. Su mismo nombre – del latín cum clave, "con llave", evocando el encierro de los electores – revela su característica principal: el aislamiento temporal de los cardenales para garantizar la libertad e integridad de su elección. A lo largo de los siglos, este ritual se ha adaptado a las evoluciones eclesiales y a los contextos históricos, preservando al mismo tiempo su esencia: permitir la elección del sucesor de Pedro en un clima de oración, discernimiento e independencia.
Génesis y Desarrollo Histórico
El origen del cónclave moderno se remonta al siglo XIII, en un contexto de crisis particularmente agudo. Tras la muerte de Clemente IV en 1268, los cardenales reunidos en Viterbo se encontraron en la imposibilidad de acordar un candidato. La vacante de la Sede apostólica se prolongó durante cerca de tres años, hasta que las autoridades locales, exasperadas, decidieron encerrar a los cardenales en el palacio episcopal y racionar progresivamente su alimentación para obligarlos a una decisión.
El cardenal finalmente elegido, que tomó el nombre de Gregorio X, extrajo las lecciones de esta experiencia traumática. En el Segundo Concilio de Lyon (1274), promulgó la constitución Ubi periculum, que institucionalizaba la práctica del cónclave: en adelante, diez días después de la muerte del papa, los cardenales serían encerrados en un lugar cerrado, con condiciones de vida progresivamente endurecidas hasta la elección.
Este procedimiento, a veces suavizado a veces reforzado por los papas sucesivos, ha atravesado los siglos conservando su principio fundamental: el aislamiento de los electores para garantizar su independencia frente a presiones exteriores y favorecer un discernimiento espiritual auténtico.
Organización Contemporánea y Marco Jurídico
El cónclave actual está principalmente regido por la Constitución apostólica Universi Dominici Gregis, promulgada por Juan Pablo II en 1996 y modificada por Benedicto XVI en 2007 y Francisco en 2022. Este texto fundamental se inscribe en una tradición normativa multisecular, adaptándola a las realidades contemporáneas.
Los Participantes en el Cónclave
Solo los cardenales menores de 80 años en el día del comienzo de la vacante de la Sede apostólica pueden participar en la elección. Esta limitación, introducida por Pablo VI en 1970 (Ingravescentem aetatem), pretendía garantizar el vigor físico y mental del cuerpo electoral. El número máximo teórico de electores está fijado en 120, aunque esta cifra es regularmente superada. Para el cónclave de 2025, se prevén aproximadamente 135 cardenales electores, lo que constituirá un número récord.
Esta situación no resulta de una dispensa papal formal, sino más bien del ejercicio de la prerrogativa pontificia de crear cardenales según las necesidades de la Iglesia, independientemente de los límites numéricos teóricos. Esta flexibilidad testimonia la primacía del papa en la determinación de la composición del colegio cardenalicio.
El Marco Espacial y Temporal
El cónclave contemporáneo se desarrolla principalmente en dos lugares emblemáticos del Vaticano:
La Capilla Sixtina, donde tienen lugar los escrutinios propiamente dichos, bajo los frescos de Miguel Ángel que evocan la Creación y el Juicio final – marco grandioso que recuerda a los electores la dimensión trascendente de su misión.
La Residencia Santa Marta, construida bajo Juan Pablo II, que ofrece a los cardenales condiciones de alojamiento más confortables que las celdas improvisadas de antaño, manteniendo a la vez el principio de la clausura.
El cónclave comienza normalmente entre 15 y 20 días después del inicio de la vacante de la Sede apostólica, permitiendo a todos los cardenales llegar a Roma y participar en las "congregaciones generales" preparatorias. Estas reuniones preliminares permiten a los electores intercambiar sobre la situación de la Iglesia y los desafíos del próximo pontificado, sin constituir sin embargo "primarias" formales.
El Aislamiento: Principio y Excepciones
El principio fundamental del cónclave sigue siendo el aislamiento de los electores respecto al mundo exterior, garantía de su independencia. Este principio se concreta mediante varias medidas prácticas: prohibición de teléfonos, tabletas y otros medios de comunicación, barrido electrónico de los lugares para detectar eventuales dispositivos de escucha, juramento de secreto absoluto bajo pena de excomunión latae sententiae.
Sin embargo, como precisa el artículo 44 de Universi Dominici Gregis, este aislamiento conoce algunas excepciones pragmáticas:
- Los cardenales pueden comunicarse con sus dicasterios para asuntos urgentes, tras autorización de la Congregación particular.
- En caso de enfermedad grave atestiguada por los médicos del cónclave, un cardenal puede abandonar la clausura para recibir tratamiento.
- Por cualquier razón grave reconocida por la mayoría del Colegio, pueden autorizarse comunicaciones con el exterior.
Estas disposiciones ilustran la evolución de un sistema que, manteniendo sus principios esenciales, se adapta a las realidades contemporáneas y a las exigencias prácticas.
El Procedimiento de Voto y la Elección
El corazón del cónclave reside en el procedimiento de voto, minuciosamente codificado para garantizar a la vez la legitimidad del resultado y su dimensión espiritual.
Los Escrutinios
Cada día de cónclave puede comportar hasta cuatro escrutinios: dos por la mañana y dos por la tarde. La jornada comienza con una misa concelebrada en Santa Marta, seguida de la recitación del himno Veni Creator invocando al Espíritu Santo.
En la capilla Sixtina, cada cardenal recibe una papeleta rectangular con la inscripción Eligo in Summum Pontificem ("Elijo como Sumo Pontífice"), bajo la cual inscribe el nombre de su candidato esforzándose por disfrazar su escritura. Luego, en un orden protocolario preciso, cada elector avanza hacia el altar, presta juramento ("Pongo por testigo a Cristo Señor, que me juzgará, que doy mi voto a quien, según Dios, considero que debe ser elegido") y deposita su papeleta en una urna.
Tres escrutadores, elegidos por sorteo entre los cardenales, proceden después al recuento: cuentan primero las papeletas, luego leen en voz alta los nombres, mientras perforan cada papeleta con una aguja al nivel de la palabra Eligo. Tres revisores verifican luego la exactitud de las operaciones.
Las papeletas son quemadas después en una estufa especial, cuyo humo es visible desde la plaza de San Pedro. Un dispositivo químico permite producir humo negro en caso de fracaso del escrutinio, o blanco cuando un papa es elegido, señal esperada con fervor por los fieles reunidos en el exterior.
La Mayoría Requerida y la Aceptación
Para ser elegido, un candidato debe obtener dos tercios de los votos de los cardenales presentes. Este umbral elevado, mantenido a pesar de diversos intentos de reforma, pretende garantizar un amplio consenso en torno al nuevo elegido.
Si, después de tres días de escrutinios infructuosos (es decir, 12 rondas de voto), ningún candidato ha alcanzado esta mayoría, se observa una jornada de pausa para la oración y los intercambios informales entre electores. Luego los escrutinios se reanudan según un ritmo que puede comportar pausas similares.
Una vez alcanzada la mayoría requerida, el cardenal decano o, si tiene más de 80 años, el cardenal obispo más antiguo por fecha de nombramiento (y no el más anciano por edad), pregunta al candidato elegido si acepta su designación. Para el cónclave de 2025, esta responsabilidad recaería probablemente en el cardenal Pietro Parolin, en tanto que cardenal obispo más antiguo por fecha de nombramiento, si el decano actual, el cardenal Giovanni Battista Re (nacido en 1934), no puede cumplir esta función debido a su edad.
En caso de aceptación, el elegido se convierte inmediatamente en Obispo de Roma y Sumo Pontífice, incluso si todavía no es obispo (en cuyo caso debe recibir la ordenación episcopal lo antes posible). Se le pregunta entonces qué nombre desea tomar – tradición que se remonta al siglo X, cuando Juan XII cambió su nombre pagano de Octaviano.
Una tradición quiere que el papa recién elegido entregue su birreta roja al secretario del cónclave, prometiéndole implícitamente hacerlo cardenal en un próximo consistorio.
El Anuncio al Mundo
Después de revestir los hábitos pontificios blancos en la "Sala de las lágrimas" adyacente a la Sixtina, el nuevo papa recibe el homenaje de los cardenales y luego se dirige hacia el balcón central de la basílica de San Pedro. Es precedido por el cardenal protodiácono (el más antiguo de los cardenales diáconos por fecha de creación) que pronuncia la fórmula tradicional: "Annuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam!" ("¡Os anuncio una gran alegría: tenemos Papa!"), antes de revelar el nombre del elegido y el que ha escogido como pontífice.
El nuevo papa da entonces su primera bendición Urbi et Orbi (a la Ciudad y al Mundo), marcando el comienzo efectivo de su pontificado.
Evoluciones Recientes y Desafíos Contemporáneos
El cónclave, como toda institución viva, ha conocido adaptaciones significativas en el curso de las últimas décadas, reflejando a la vez las transformaciones eclesiales y las evoluciones societales.
Una de las modificaciones más notables concierne a la composición del cuerpo electoral. La internacionalización progresiva del Colegio cardenalicio, particularmente marcada bajo Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, ha transformado lo que era antaño una asamblea mayoritariamente italiana y europea en un verdadero "senado" mundial de la Iglesia católica. Esta diversificación geográfica, cultural y teológica enriquece el proceso de discernimiento al tiempo que complejiza las dinámicas relacionales entre electores.
La cuestión de la confidencialidad, siempre crucial, ha tomado una dimensión nueva en la era de las comunicaciones instantáneas y las tecnologías de vigilancia. Las medidas de seguridad electrónica se han reforzado considerablemente, y las sanciones contra las violaciones del secreto conclavista han sido reafirmadas por Francisco en sus enmiendas a Universi Dominici Gregis.
Finalmente, la mediatización creciente de las transiciones pontificias plantea un desafío inédito. Si el cónclave mismo permanece herméticamente cerrado, su entorno está ahora saturado de informaciones, análisis y a veces especulaciones, creando una presión indirecta sobre los electores. El equilibrio entre la legítima información de los fieles y la preservación de la serenidad del discernimiento cardenalicio constituye uno de los mayores retos de los cónclaves contemporáneos.
A pesar de estas evoluciones, el cónclave conserva su función esencial: permitir la elección del sucesor de Pedro en un clima de oración, libertad y discernimiento espiritual. Este ritual milenario, regularmente adaptado pero nunca fundamentalmente transformado, testimonia la capacidad de la Iglesia católica para mantener sus instituciones fundamentales actualizándolas frente a los desafíos de cada época.
Conclusión
La exploración profunda del cardenalato y del cónclave, a través de sus dimensiones históricas, teológicas y canónicas, nos revela una institución notablemente adaptativa, que ha sabido atravesar los siglos preservando sus fundamentos esenciales y evolucionando según las necesidades de la Iglesia y los contextos históricos. Esta plasticidad institucional, lejos de ser un signo de debilidad o inconsistencia, testimonia al contrario una vitalidad fundamental y una capacidad para conjugar fidelidad a la tradición y apertura a las nuevas realidades.
El cardenalato contemporáneo, aun estando ahora generalmente asociado al episcopado, conserva una identidad propia e irreductible. La persistencia de los tres órdenes cardenalicios – obispos, presbíteros y diáconos –, la posibilidad mantenida de dispensas de la ordenación episcopal, y la preservación del derecho exclusivo de elección pontificia, manifiestan la especificidad teológica de esta dignidad. El caso emblemático del cardenal Timothy Radcliffe, que participará en el cónclave de 2025 sin ser obispo, ilustra perfectamente esta distinción fundamental y la flexibilidad canónica que de ella se deriva.
El cónclave mismo, procedimiento electivo milenario, demuestra la misma capacidad de adaptación: su principio fundamental – el aislamiento de los electores para garantizar un discernimiento libre y espiritual – permanece intacto, mientras que sus modalidades prácticas han evolucionado para responder a las realidades contemporáneas. El aumento del número de electores más allá del límite teórico de 120, los ajustes pragmáticos al principio de aislamiento absoluto, y la internacionalización creciente del colegio electoral testimonian esta evolución permanente en la continuidad.
Esta tensión creadora entre tradición y adaptación refleja una característica esencial de la eclesiología católica: la convicción de que las estructuras institucionales, aun siendo necesarias para la vida de la Iglesia, permanecen al servicio de su misión fundamental y deben por tanto conservar cierta plasticidad. El cardenalato no es un fin en sí mismo, sino un servicio; el cónclave no es un simple mecanismo electivo, sino un proceso de discernimiento espiritual.
En vísperas del cónclave de 2025, esta perspectiva histórica y teológica nos recuerda que, más allá de los análisis estratégicos y las especulaciones mediáticas inevitables, la elección de un nuevo papa sigue siendo ante todo, para los creyentes, un acto de fe en la providencia divina y en la asistencia del Espíritu Santo. El ritual secular del cónclave, con sus papeletas quemadas y su humo blanco, simboliza esta convicción profunda: en el corazón mismo de los mecanismos institucionales más elaborados de la Iglesia, es siempre el misterio el que, en definitiva, predomina.